link Jorge Alberto Iragui

jueves, septiembre 06, 2007

Schopenhauer y el Romanticismo

“Todas las pasiones terminan en tragedia, todo lo que es limitado
termina muriendo, toda poesía tiene algo de trágico” (Novalis)


¿Fue Arthur Schopenhauer un romántico?. Por fortuna, no puede esperarse una respuesta categórica y definitiva al interrogante. Sin lugar a dudas, la filosofía schopenhaueriana se desarrolló en el tiempo del romanticismo. Su primer obra, tesis doctoral, “La cuádruple raíz del principio de razón suficiente” es presentada en 1813, su madre Johanna fue la anfitriona de una de las destacadas tertulias en Weimar a comienzos del siglo XIX, sus conversaciones (no siempre felices) con Goethe discurrieron sobre tópicos de la época. Ahora bien, ¿Qué sucede con su filosofía?. ¿Cuáles son los puentes sobre los que transitar el camino de Schopenhauer a la conceptualización romántica?
De todos los modos posibles para recorrer esta relación, prefiero hacerlo desde un concepto que, según creo, los hermana y los distancia a la vez: la interioridad.
El refugio en el mundo interior, el rechazo y el distanciamiento de la realidad objetiva, con su inseparable carga de pesares y dolores, constituye el punto de partida para el sentir romántico. Schopenhauer participa de esta experiencia. “Es una gran locura perder en el interior para ganar en el exterior” dice en los fragmentos dedicados a la moral de “Parerga y paralipómena”; el mundo de la objetividad externa es el lugar en el que se hace efectiva la profunda contradicción que aqueja esencialmente a la naturaleza humana.
La escisión entre lo subjetivo y lo objetivo propia de los románticos, la desgarradura metafísica frente al desencanto de una racionalidad infecunda, se expresa en Schopenhauer como el reconocimiento de que el en sí del mundo está mucho más cerca de lo que imaginamos: frente a la pretensión kantiana de un en sí racional puro, y ante la desmedida fantasía hegeliana de la identificación plena entre lo racional y lo real, el sujeto schopenhaueriano es el lugar en el que se nos hace patente la supremacía de un principio soberano: la Voluntad. “Si miramos dentro de nosotros mismos, nos vemos siempre queriendo” dice en su tesis doctoral. La autoconciencia para Schopenhauer es conocimiento de nosotros mismos en tanto sujetos volentes, no cognoscentes. Cuando el hombre indaga dentro de sí, encuentra un camino que lo conduce hacia la esencia de sí y del mundo. Esta esencia es, quizás por vez primera, una fuerza a-racional, siempre en movimiento, que al objetivarse produce el mundo.
Entonces, para el hombre de Danzig la verdad habita en nosotros y no es la Razón Universal, sino el querer permanente e infinito, una nueva infinitud se despliega como la esencia de todo lo que es. El ideal romántico de la crítica al racionalismo dogmático encuentra aquí un espacio propicio.
La subjetividad romántica vive, como sabemos, en oposición a un logos totalizante y exterminador de las particularidades. Para Schopenhauer la voluntad no elimina al entendimiento, sino que lo pone en un nuevo lugar: el del esclavo. El entendimiento nos permite conocer la causalidad, principio rector del mundo visto como representación; por contraposición, el querer es la manifestación primera y esencial del hombre y quien define y conduce. Si para la tradición filosófica queremos aquello que conocemos, a partir de ahora conocemos aquello que queremos: el deseo nos conduce hacia los objetos; el entendimiento, luego, los explica.
Hegel, en los primeros párrafos de la Fenomenología del Espíritu, critica a Kant por su “temor a la verdad”, el salto absoluto que Kant no se atreve a dar y que el propio Hegel lleva adelante en el decurso de la “experiencia de la conciencia” tiene como punto en común el lugar hacia el cual el salto se piensa: la razón absoluta. La cosa en sí, sin embargo, cambia radicalmente en la obra de Schopenhauer: no es la Idea ni el entendimiento, sino el querer, la Voluntad. La relación entre Entendimiento y Voluntad es la del siervo y su amo: el querer actúa incesantemente en el alma humana y la gobierna según su antojo mientras el intelecto trabaja en la comprensión de la causalidad que rige en el plano visible del mundo.
Además, cabe decir que esa relación no es ni puede ser la de una sumisión conciente y alegre, pues el gobierno de la Voluntad pone al hombre en un movimiento eterno y, de antemano, condenado al fracaso. “La voluntad (...) carece por completo de un objetivo y un fin último, dado que anhela siempre, porque el anhelo es su única esencia” dice Schopenhauer en “El mundo como voluntad y representación”. Si esto es así, la pretensión de la síntesis, del acabamiento o la realización quedan, por principio, destituidas. Este perpetuo aspirar puede tener dos resultados: si un obstáculo se interpone sobreviene el sufrimiento, si, en cambio, el objetivo se alcanza, estamos frente a la satisfacción. Pero “ninguna satisfacción es duradera” pues la Voluntad nunca cesa: todo gozo es, a la vez, el punto de partida de una nueva insatisfacción. “Al no darse ningún objetivo final de la tendencia, no hay tampoco medida ni término del sufrimiento” concluye el filósofo.
El remanso en el alma no es una posibilidad cierta. El hombre vive como presa de la voluntad en permanente agitación y cuando logra detenerla, el tedio se apodera de él. El refugio en el yo no es aquí, de verdad, un refugio, sino el pendular entre una turbulencia pulsional y un quietismo vacuo.
Ahora bien, esta subjetividad es, también, insignificante vista desde la totalidad de lo que es. Frente a la exaltación romántica del yo, Schopenhauer postula, en contra del espíritu moderno y su reivindicación de la subjetividad, un yo sumergido en la provisoriedad de la vida y como el eslabón más alto de la escala de los seres pero, precisamente por eso, el más infeliz. Disponer de inteligencia y razón lo hace al hombre un ser desgraciado, pues sabe acerca de la condición trágica de la existencia.

Todo esto parece una condena eterna e incurable. Sin embargo, el discurrir del sistema schopenhaueriano nos conduce a una cuestión cara al espíritu romántico: la salida por el arte. La esclavitud a la que está sometido el intelecto, lo es sólo en el ámbito de los objetos de la experiencia, en términos de Schopenhauer “la representación sometida al principio de razón”. Sin embargo, el intelecto tiene la posibilidad de desprenderse de la objetivación del espacio, el tiempo y la causalidad, para transformarse en un sujeto puro que conoce la Idea. El arte es un conocimiento liberado del encadenamiento del mundo de la experiencia. Dice Schopenhauer que el artista es quien conoce la cosa en sí, ya no el objeto fenoménico, el cual existe sólo en relación a los otros objetos: un intelecto superior alcanza la independencia de la voluntad y le permite desprenderse de las condiciones de menesterosidad y carencia a la que el hombre corriente se encuentra subordinado.
Esta superación de lo particular se da no sólo del lado del objeto, sino también, y es lo que aquí más nos importa, para el sujeto. El sujeto deja de ser individuo, abandona sus particularidades, deja de moverse según motivos, deseos e intereses para acceder a una condición contemplativa pura: el ideal aristotélico reaparece. La pareja sujeto-objeto que, en el mundo de la experiencia sensible estaba sometido al entendimiento relacional, se transforma en objeto y sujeto puro. En palabras de Schopenhauer: “la cosa individual se convierte de golpe en idea de su especie y el individuo que intuye se vuelve puro sujeto del conocer”. El sujeto ha dejado atrás al individuo y, con él, al conjunto de relaciones que lo atan al mundo sensible. Como ese mundo de relaciones es objetivación de la voluntad, el hombre corriente que lo habita, según vimos, vive en un desequilibrio que lo lleva del dolor al tedio y viceversa; entonces, la liberación del mundo de los fenómenos, aunque sólo sea temporaria, es una manera de acceder a cierto grado de felicidad; la plenitud del hombre no se alcanza por la ciencia sino por el arte. Es el genio quien, a diferencia del hombre común, logra romper, temporalmente, el velo de Maya que ingenuamente consideramos cierto pero que, como ya Platón advirtió, está poblado de cosas que “son y no son”.
Esta pérdida de la individuación dada en sujeto y objeto lleva a un estado de fusión con el “en sí”, una suerte de éxtasis en la que se percibe la influencia oriental sobre el pensamiento schopenhaueriano, bajo la idea de que cada ser es todos los seres y todo es una sola cosa, la voluntad.
De este ascenso del sujeto y del objeto por sobre lo condicionado (fenoménico), nos interesa en particular en relación a nuestro análisis sobre la interioridad una cuestión que, según creemos, articula y compendia la teoría estética schopenhaueriana en su faz subjetiva: su teoría sobre lo sublime (erhaben). Lo sublime es una “disposición de ánimo” que lleva al sujeto más allá de la representación. Este ir más allá no responde sólo a la belleza de las cosas, es más, si los objetos se nos presentan como bellos en sí, lo sublime no aparece. Sublimar consiste en captar las ideas aún cuando la voluntad objetivada nos arrastre en sentido contrario. Lo bello en las cosas nos lleva naturalmente a la contemplación estética, aquí Schopenhauer pone el ejemplo del reino vegetal, que con su belleza natural nos pone en un estado de contemplación de la ideas, es como si las ideas estéticas estuviesen a la vista, deseosas de ser mostradas por los objetos sensibles. En cambio lo sublime se logra a través de una “consciente y violenta emancipación de las relaciones del mismo objeto conocidas como adversas a la voluntad”. En esos casos en que la naturaleza exterior nos agobia, nos empequeñece, nos atemoriza, si el sujeto logra mediante un esfuerzo intelectivo liberarse del imperio adverso de la voluntad, se llega al estado de sublimación (Erhebung). Dos ejemplos presentados por Schopenhauer (de naturaleza muy diferente, por cierto) nos muestran el recorrido hacia la sublimación estética.
Imaginemos un paraje solitario, un amplio horizonte que termina en un cielo completamente despejado, no hay hombres ni animales, las plantas están inmóviles, el aire no las mece. Puestos allí, nuestra actitud frente a ese espectáculo de detención puede seguir uno de dos caminos: en un caso, quizás el más frecuente, si el individuo persiste en su servidumbre a la voluntad y teniendo en cuenta que el mundo próximo no le ofrece nada para que esa voluntad satisfaga su anhelar constante “pagará con humillante denigración el precio del vacío de la voluntad desocupada y el tormento del tedio”, si en cambio, se dispone a la contemplación despojada de todo querer, sobreviene lo sublime. Esta es una prueba de cuánto está dispuesto el hombre a tolerar la soledad. Es éste un tema recurrente en nuestro autor; solo a modo de ejemplo, remito a los fragmentos de “Parerga...”: “el hombre más feliz será el que esté mejor dotado intelectualmente por la naturaleza, de tal manera, que tanta más importancia tiene lo que existe en nosotros cuanta menos tiene lo que existe fuera de nosotros”. El único mundo verdadero es el de la interioridad y allí, un buen intelecto nos asegura la independencia de la voluntad, fuente de desdichas. Un paraje como el descripto, en el que hay nada, nos permite volvernos hacia lo real, esto es, el mundo espiritual.
Vuelta al principio. ¿Cuánto hay de romanticismo en Schopenhauer?. El repliegue hacia el interior está acompañado aquí de una aceptación inexorable de la tragedia de la voluntad y la necesidad de desarrollar una vida intelectual que saque al hombre de su condición corriente para depositarlo en las puertas del éxtasis. Esta misma liberación se manifiesta en el terreno de la ética. La vida es fuente de desdichas y placeres, de lo primero esencialmente y de lo segundo por accidente, como consecuencia de la tiranía de la voluntad. Por ende, Schopenhauer postula que aquél que pueda ver esto en su mayor profundidad entenderá que la objetivación es una ilusión a la que la voluntad nos somete. La distinción entre el yo y el prójimo es irrelevante, de tal manera que todo lo que forme parte de ese mundo de relación también lo es. Sólo le queda al hombre como camino virtuoso la negación de la voluntad de vivir con su consecuente liberación de los males infligidos por la voluntad a través de sus distintos niveles de objetivación fenoménica.
Queda en pie la pregunta inicial acerca de la posibilidad de incluir a nuestro filósofo en la tradición romántica. Debe advertirse como hecho filosófico fundamental aquello que podemos denominar “inversión ontológica”: la supremacía de los componentes volitivos por sobre los intelectivos en el sistema metafísico. Ahora bien, también hay que señalar que se hace imperioso buscar una salida a este sistema que es, en realidad, una trampa y una condena. Un intelecto sólido y trans-científico, un intelecto “ético-estético” constituye el inicio del camino.


miércoles, agosto 16, 2006

Consideraciones sobre la Vida

Es un hecho fáctico que La Vida incluye múltiples vidas; hay una vida religiosa, una vida política, una vida familiar , una vida social, etc. Uno podría pensar que todas esas vidas se reúnen, se condensan, se articulan en el sujeto, en mi yo que da unidad a todos esos aconteceres diferentes entre sí, que se encuentran como vidas de un yo. Claro que ésa es una primera impresión, motivada porque quien la piensa soy, también, yo y uno. Esto es, este pensamiento de que todas las vidas se subsumen al yo es, ella misma, parte de otra vida (la intelectual) que parte del yo. Entonces aparece la primer pregunta de corte filosófico: ¿es posible explicar una realidad con un criterio que forma parte de aquello mismo que quiero explicar?, la antigua discusión filosófica se hace presente una vez más. Cuando digo: todas mis vidas cobran sentido porque estoy yo que las sustento y les doy identidad, éste pensamiento que acabo de esbozar también está en el yo, por ende no podría, epistemológicamente hablando, explicar una realidad de la cual forma parte.

Pensemos, entonces, que más bien la vida es un flujo, un curso, un continuo, que no pertenece a nadie en particular sino al mundo como totalidad (espiritual y orgánica). Mejor aún: la vida atraviesa el mundo, utiliza el mundo como campo de ex-periencia, como el lugar exterior en el que la vida se pone. El mundo se hace realidad a partir de que la vida se le hace presente. De ese mundo vital participamos todos los seres con nuestra propia vida individual, no como sujetos puros autosuficientes, sino como seres en relación al mundo, relación que constituye al hombre y al mundo, a la vez.

La vida va más allá del sujeto, existen aspectos del fluir vital que exceden los límites del sujeto empírico, debido a una cuestión de cercanía, de inmediatez de la experiencia, nos encontramos tentados a pensar que las vidas individuales son la existencia primera y esencial, y que de ahí, por mecanismo de sumatoria, acumulación o simple yuxtaposición, se llega al mundo de la vida. Sin embargo, la unidad vital es trascendente. La Vida, con mayúsculas, es una realidad, primera ontológicamente, aunque gnoseológicamente para cada hombre lo primero es su propia vida. Cada hombre, cada animal, cada planta participan de ese río caudaloso que fluye irremediablemente. La unidad de todo lo que vive (lo cual se constituye como una parcialidad de todo lo que existe) está dada en un plano trascendente, metafísico.

miércoles, abril 05, 2006

Las Dos Intolerancias

Ver a una sociedad festejar burlonamente la representación gráfica que algunos medios hicieron sobre Mahoma (me) produce desesperanza. Más aún, al enterarme de que otro medio francés, luego de la primera explosión fanática, insistió con las publicaciones, dándole ya un lugar de nota central, tuve frente a mi un espectáculo bochornoso en el que se arrojaba, a sabiendas, nafta al fuego.
Una vez más se esconde detrás del estandarte de la tolerancia un propósito mucho más pedestre: un fabuloso negocio editorial. Otra vez, la dialéctica no resuelta entre los valores y el mercado.

Podría discurrir sobre la desmesura de la reacción, sobre la violencia injustificada, sobre las muertes inútiles que este conflicto ha costado ya; me pregunto, ¿vale la pena hablar sobre lo obvio?. Prefiero, entonces, dando por sentado que todo fanatismo es, por definición, imprudencia, falta de medida, desborde irracional, encarar la cuestión desde aquella dialéctica, la que enfrenta al capitalismo y su lógica universal y universalizante de la rentabilidad como sentido supremo, y los valores, esos ídolos humanos que se revuelven sobre sí en una época que parece empeñada en olvidarlos.

La historia universal conoció y vivió con dolor los excesos de la fe; luego, la razón se autopropuso como aquella que salvaría a la especie humana de las tinieblas de la ignorancia, se convirtió en un nuevo Dios y la humanidad padeció también sus excesos. ¿Habrá que aceptar que nada se ha aprendido de la historia?, ¿Tendremos que darle la razón al viejo Kant, que al hablar del destino de la especie humana afirmó: “con una madera tan retorcida como es el hombre no se puede conseguir nada completamente derecho”?.

En el mundo capitalista, todo, sin excepciones, es objeto de intercambio y consumo, incluso las imágenes; por caso, ya casi no vemos cine, sólo consumimos archivos de video, fragmentados, circulantes por la red, decodificados en diversos formatos, dispuestos a ser transportados en el bolsillo, junto a las monedas y las golosinas. Recuérdese la escena de aquel film en el que Woody Allen, presa de un brote místico, va de compras y de regreso a su casa, al vaciar la bolsa del supermercado, descarga una imagen de Cristo junto a un frasco de mayonesa. Cuando la fe se consume, el mercado ha triunfado frente a los valores.

Si admitimos la postulación central de la teoría ética aristotélica, según la cual la virtud es el ejercicio permanente y prudente de las acciones humanas por el sendero del justo medio entre los excesos y los defectos, tenemos a la mano un criterio para analizar esta cuestión de las caricaturas. Cito un ejemplo: la valentía es una virtud, podemos alejarnos de ella hacia el vicio por dos caminos: por defecto, seremos cobardes, por exceso, temerarios. El hombre virtuoso no es aquel que se anima a todo siempre, en cualquier circunstancia, ya que eso manifiesta una profunda imprudencia incompatible con la virtud, el hombre virtuoso es quien, guiado por la razón prudente, construye a cada momento el camino de la valentía manteniéndose alejado de los extremos.

Me permito agregar un nuevo ejemplo, muy difundido en nuestro tiempo, que Aristóteles no trató. Si aceptamos que la tolerancia es una virtud, el que peca por defecto es, sin lugar a dudas, el intolerante, el que nada permite, el que nada respeta, aquel para quien el otro no importa. Ahora bien: ¿cómo llamaremos al que peca por exceso?; podríamos, provisoriamente, darle el nombre de “indiferente”. Aquel que todo lo tolera también ignora al otro. Permitir todo, dejar hacer, suprimir la frontera de lo sagrado homogeneiza, iguala, deprime, degrada. Cuando todo es símbolo, nada es real. Una sociedad indiferente es, por consecuencia, una sociedad sin valores.

Estamos frente a dos extremos, dos vicios, dos desarmonías que se realimentan recíprocamente. Se me reprochará que no son lo mismo ya que reaccionan de maneras diferentes, unos publican dibujos, otros incendian embajadas: nunca he dicho lo contrario, simplemente llamo la atención sobre las verdaderas causas de lo que, para algunos, son fenómenos irracionales surgidos exclusivamente del fanatismo.

Prefiero pensar (y convoco al lector a compartir mi preferencia) que, como en toda dialéctica, ningún polo puede pensarse sin el otro. No faltarán los desprevenidos que sostengan que los musulmanes deben ser educados para que se los pueda incluir en nuestro maravilloso mundo occidental. Contesto con una frase del maestro Schopenhauer: “un estúpido (es aquel que) no ve la conexión de los efectos naturales, ni cuando esta conexión salta a la vista de suyo”.

Los Tres Desafíos del Justicialismo

Se dice hasta el cansancio que el Justicialismo ocupa hoy la totalidad de la escena política argentina. La caída de antiguas opciones y el escaso despliegue de otras nuevas, pone al movimiento político creado por el Gral. Perón hace ya seis décadas en un protagonismo casi excluyente, donde el resto de los actores se reducen a la categoría de “sparring-partners” de la lucha política.
Sin embargo, no suele ponerse la suficiente atención sobre el otro aspecto de este fenómeno, que es su contracara: a mayor poder político, mayor responsabilidad. Cuanto más amplio sea el espacio dominado por el justicialismo en el ejercicio del poder político-institucional, mayor es su responsabilidad sobre el curso de los acontecimientos de la sociedad argentina. A pesar de esto, el justicialismo sigue envuelto en una furibunda lucha consigo mismo, en una desesperada búsqueda de una identidad que será construida por todos, incluso por lo no peronistas, que desde el afuera pretenden comprender, combatir y doblegar un monstruo que, como aquella Hydra de la mitología griega, cuando pierde una cabeza, produce dos nuevas. Esta vitalidad, combinada con las esperanzas de una sociedad que necesita creer para recuperarse de frustaciones tan profundas, pone al justicialismo frente al desafío de aprovechar la oportunidad. Quizás en estos días, como nunca antes, coincida en una diagonal la realización tan postergada de la sociedad argentina con la recuperación del justicialismo de su crisis política e institucional.
Para esto, se hace indispensable recuperar una relación que en los últimos tiempos ha entrado en un enfriamiento profundo: la que existe entre el pensamiento y la acción, entre el análisis y la práctica, entre el pensar lo político y el hacer política. Reparemos en lo siguiente: cuando las ideas se debilitan, quedan sólo las personas y sus intereses. Desamparada de reflexión, la política se resume hoy en una escenificación vacía, se discuten relaciones personales, crónicas cotidianas, ataques, defensas y venganzas entre individuos. Individuos poderosos, pero individuos al fin. Es urgente volver a poner la política a la luz del pensamiento.
Ahora bien: poner al justicialismo bajo la mirada de la discusión filosófico-política contemporánea tiene algunos riesgos. Se abre así la puerta a los desafíos que habrá de enfrentar en los tiempos que vienen si pretende sostener su vigencia. El inmovilismo, la quietud, la ausencia de renovación doctrinario-operativa, lo convertirá en un conjunto de principios vacíos y prácticas degradadas (por repetidas) que profundizarán la grieta con la sociedad.
No es exagerado decir que, en nuestros días, el justicialismo se está diseñando un nuevo rostro, comienza a recorrer una nueva etapa. Para esto deberá tener algunas cosas claras: cuáles son los caminos a recorrer, qué señales debe interpretar del desarrollo histórico y de las expectativas sociales, cómo caminar los senderos que se avecinan.
Este futuro es complejo y múltiple, nunca es una sola la causa ni simple el método. Sin embargo, para graficar tanta variedad, propongo articular esta nueva etapa bajo la figura de los desafíos. Es la realidad misma la que interpela al justicialismo: aceptar el reto es una obligación histórica y un compromiso político.
El desafío del justicialismo ante la hora es (son), a mi juicio, tres: el desafío estratégico, el desafío institucional y el desafío de justicia.
Por desafío estratégico entiendo la necesidad de que desde el marco conceptual y político del justicialismo se vuelva a pensar al país y su sociedad con sentido de mediano y largo plazo. Superar la coyuntura es condición esencial del hombre político. Trabajar sobre el hoy puro reduce la política a la categoría de manualidad, de simple oficio.
El desafío institucional significa un paso del “justicialismo de los dirigentes” al “justicialismo de las instituciones”. Una versión institucional servirá como dique contenedor de la voluntad de poder individual desmedida y como garantía de la continuidad del desarrollo de las políticas en el tiempo. La dirección hacia un modelo institucional representa una superación en el desarrollo histórico del justicialismo que no es, de ninguna manera, inexorable y necesario, sino más bien, deseable y factible. Una sociedad autónoma y organizada será la autora de esa transformación, y su clase dirigente el instrumento adecuado. Ambos, sociedad y dirigentes, deberán ponerse a la altura de las circunstancias y emprender una nueva etapa histórica.
Finalmente, el desafío de justicia. A pesar del tiempo transcurrido, e independientemente de las coyunturas económicas, la injusticia sigue ahí, es decir, aquí. El principio rector para los pueblos de América Latina, desde el cual se puede articular un sujeto regional con la aspiración de construir un bloque real que trascienda las cuestiones aduaneras, es la justicia. La inequidad, la grieta entre los extremos de la escala social, es un hecho que no puede ni debe ser negado. Al justicialismo le corresponde, por doctrina, por historia y por presente enfrentar este desafío.
La filosofía ha discutido largamente la importancia de la justicia como virtud. Es, claramente, la virtud por excelencia. Kant, entre otros, ha planteado el siguiente interrogante: si para salvar a la humanidad fuese necesario condenar a un inocente, ¿habría que resignarse a ello?. Decididamente, no. La justicia no es un problema de números, no es un cálculo utilitario. Un solo hombre sometido a la injusticia hace de la sociedad un todo injusto. Es indudable que la justicia es la virtud de las virtudes, es la piedra de toque para que el resto de los valores tengan sentido de ser. No hay ninguna realización posible para una sociedad, si la justicia no es un hecho. Tanto reconoce esto el justicialismo que ha hecho de la justicia social su principio fundamental. En el futuro, la historia escribirá si los hombres de este tiempo han hecho realidad este principio.

sábado, marzo 11, 2006

De creaciones, repeticiones y aggiornamientos

Jorge Luis Borges escribió en el prólogo de su maravilloso libro de poemas “El otro, el mismo”, la siguiente anécdota: “En su cenáculo de la calle Victoria, el escritor –llamémoslo así- Alberto Hidalgo señaló mi costumbre de escribir la misma página dos veces, con variaciones mínimas. Lamento haberle contestado que él era no menos binario, salvo que en su caso particular la versión primera era de otro”. Dicho con la irónica pluma borgiana, la anécdota nos señala un hecho evidente: la repetición de sí mismo puede constituir un caso de aburrimiento; la de otro, un engaño reñido con la creación.
En estos días nos hemos enterado de que Jorge Bucay, el afamado escritor de libros denominados de “autoayuda”, reconoció públicamente haber copiado, en forma casi textual, pasajes del libro “la sabiduría recobrada”, obra publicada en 2002 por la Doctora en Filosofía de la Universidad Complutense de Madrid, Mónica Cavallé. Mas allá de la conmoción editorial y de la sorpresa que trastornó a los fatigados lectores de Bucay, me parecen pertinentes algunas consideraciones. Debo decir que el episodio nos confirma que Bucay no sólo escribe sobre autoayuda sino que predica con el ejemplo: está definitivamente dispuesto a ayudarse a sí mismo, sin importarle que para lograrlo deba tomar prestada lo que llamaríamos una “colaboración externa no declarada”. Ironías aparte, lo más llamativo han sido las primeras declaraciones públicas del escritor luego de descubiertas esas “ocasionales repeticiones de versiones ajenas”. En una entrevista al diario español El País dijo "soy un docente repetidor de cosas. Yo aggiorno y modifico. No soy el gran pensador o sabio que se quiere hacer de mí". Pues bien, hemos dado con el centro del problema: fuimos nosotros, ingenuos y fantasiosos lectores, los culpables de esta situación; hemos puesto, contra su voluntad, a un modesto “repetidor” en el sitial de los creadores consagrados, en el tope de los libros más vendidos, en el altar sólo reservado para las mentes destacadas. Ni él ni el sistema de difusión-propaganda-banalización-decadencia-negocio fabuloso tienen nada que ver. Señor lector de Bucay: usted ha hecho de él, el sabio que no es; suya es, entonces, la culpa.
Este formidable mecanismo de expiación que consiste en poner siempre la culpa fuera de mí y autoconsiderarme un “alma bella” siempre sujeta a lo que los otros hacen, ocultando de esta forma una estrategia deliberada y planificada de posicionamiento, debe ilustrarnos acerca de una relación conflictiva y múltiple: la del público con sus artistas y creadores. Escuchamos a diario largas y tediosas disquisiciones acerca de la relación entre lo masivo y lo popular, lo profundo y lo elitista, nos hemos intoxicado con argumentos a favor y en contra de la posibilidad de conciliar calidad y rentabilidad económica en cuestiones del arte y el pensamiento.
Mucho puede decirse al respecto, trataré de sintetizarlo con una clasificación formulada por el admirable genio de Arthur Schopenhauer. Decía él que los escritores pueden ser divididos en tres tipos: las estrellas fugaces, los planetas y las estrellas fijas. Los primeros producen un “estruendo momentáneo, se ven, se exclama “¡mira!” y desaparecen para siempre”, los segundos tienen más consistencia, brillan, pero sólo debido a su proximidad a las estrellas fijas, y aquellos que carecen de pericia pueden llegar a confundirlos con éstas; sólo los últimos se hallan fijos en el firmamento, tienen luz propia y pertenecen al mundo de una vez y para siempre. Sin embargo, dice Schopenhauer, “precisamente por lo elevado de su posición, necesita su luz generalmente muchos años antes de hacerse visible a los habitantes de la tierra”.
Comencé citando a Borges, mencioné el episodio que involucró a Bucay: tiene el lector ante sí dos ejemplos que ilustran esta clasificación. Quizás esto le sirva para que la próxima vez que levante su vista al cielo pueda distinguir entre las estrellas errantes y las que están destinadas a perdurar en el firmamento.

miércoles, marzo 01, 2006

Una historia muy especial

Imagine el lector la siguiente historia: él es un maestro de chicos discapacitados, tiene 30 años, está casado y su esposa está embarazada de cinco meses. Una mañana, como tantas otras, entra y sale de su casa, sencilla pero digna, preparando su auto, también sencillo pero digno, para iniciar una jornada más en su trabajo, un trabajo ejemplar, más que un trabajo un acto de amor. Su esposa, distraída en sus quehaceres domésticos y en sus sueños de futura madre, apenas advierte que su esposo parte sin saludarla. Piensa que su infinita bondad por esos niños a los que educa lo convierte en un hombre muy especial.
Hasta aquí tenemos una historia que Hollywood podría convertir en una comedia de esas que uno ve en su casa una tarde lluviosa de sábado. Sin embargo, nuestra historia tiene un final inesperado: ese hombre, ese maestro, esa fuente de amor, no cargaba material educativo en su auto esa mañana; colocaba, una por una, mochilas con explosivos que pocos minutos después explotarían en las superpobladas líneas de subte londinenses causando uno de los atentados terroristas más brutales que haya sufrido Europa en su historia. Nuestra comedia se convierte ferozmente en tragedia, una tragedia absurda, inexplicable, que no es un hecho fortuito sino un paso más en un plan urdido, planificado y ejecutado con tanta maestría como crueldad. Nosotros, espectadores de la tragedia, absortos frente a los títulos que indican el final de la película, sólo atinamos a expresar dolor y perplejidad con dos simples pero esenciales palabras: ¿por qué?.

Nuestro protagonista no era un hombre desesperado, tenía una familia que amaba y que lo amaba, un trabajo que seguramente lo satisfacía (nadie puede hacer esa tarea contra su voluntad) y, sobre todo, tenía futuro: su hijo nacería en cuatro meses. ¿cómo puede alguien abandonar todo eso para cometer un acto de tal atrocidad?. La atrocidad es doble: por lo que hace y por lo que deja, por las muertes de inocentes y por el abandono de una vida, una familia, un proyecto. Algún desprevenido dirá: ¡qué importa él, en definitiva es un asesino, lo verdaderamente importante son los muertos y heridos que su acto suicida produjo!. Atención: él importa, sin él, sin otros tantos como él, no hubiese habido muertes que llorar. Debido a la existencia de hombres como él el terrorismo internacional es posible. Entonces, preguntarnos por él es entender, si este verbo es posible, la lógica del terrorismo.

La pregunta sigue ahí, incólume: ¿por qué?. Arriesgo una respuesta: por valores. Un ser humano sólo puede abandonar valores tan preciados como el amor por su familia, la expectativa de un hijo por nacer, una tarea social encomiable e, incluso, el valor más estimado de todos, su propia vida, si considera que su acción cumple con valores superiores a todos éstos. Mohamed Kahn, tal el verdadero nombre de nuestro protagonista, estaba convencido, como tantos otros, que los valores de la defensa del Islam atacados por Occidente, encarnado éste en los Estados Unidos y sus aliados, son superiores a su familia, su trabajo, su vida misma. Quizás sea ésta el arma más importante del terrorismo: contar con hombres de valores exacerbados hasta la desmesura, lo que comúnmente llamamos fanáticos.

¿Cuándo la defensa de un valor, actitud noble por definición, se transforma en fanatismo?. El filósofo alemán Imannuel Kant escribió, a fines del siglo XVIII, una de las obras centrales de la ética occidental: la Fundamentación de la Metafísica de las Costumbres. Allí Kant se pregunta (nos pregunta) cómo saber si nuestras acciones son o no éticas, cómo saber si obramos bien o mal. Y responde con una fórmula que se conoce como imperativo categórico; dice el filósofo: “Obra sólo según una máxima tal que puedas querer al mismo tiempo que se torne ley universal”. Nos dice Kant que para distinguir entre una acción buena y una mala debemos observar qué sucedería si el principio subjetivo que rige mi acción individual se convirtiera en una ley para todos los hombres. Por ejemplo, es evidente que yo no puedo desear que la mentira se convierta en ley universal pues me vería perjudicado por las mentiras de mis prójimos, por lo tanto, cada vez que miento cometo un acto inmoral. De la misma forma, si Mohamed Kahn hubiese pensado en términos kantianos, se hubiese preguntado: ¿puedo desear que el principio que guía mi acción, matar seres humanos inocentes para defender mi pueblo y mi cultura, se universalice?. Claramente no, ya que en esta hipótesis los pueblos islámicos serían atacados por actos suicidas de parte de occidente y, en consecuencia, el principio que pretende defender, la soberanía de su pueblo, se vería seriamente amenazado.
El fanatismo es, entonces, aquella situación en que un hombre o un grupo de hombres cree que sus valores (individuales, sectoriales, religiosos, etc.) son superiores a las leyes universales. Como nada le importa salvo estos valores sectarios, es muy difícil luchar contra él. Este es el centro de la dificultad en la lucha contra el terrorismo. ¿Cómo detener a quien, salvo su valor exacerbado, nada le importa?. El imperativo categórico kantiano es, para los hombres como Mohamed Kahn, una ficción inútil.

Hemos contado una historia y tratamos de explicarla. Sin embargo, ésta no comienza en aquella mañana doméstica en la que el personaje sale de su casa sin saludar a su esposa. El señor Kahn, ese respetable maestro de niños discapacitados, aquél que alguna vez el New York Times entrevistó y llamó “mentor educativo”, tiene una historia. En un momento de esa historia sintió que su pueblo y su cultura estaban en peligro, luego enloqueció y se convirtió en un asesino al servicio de intereses nefastos. Alguna vez tendremos que entender, para comprender no ya la película sino la saga completa, por qué el señor Kahn enloqueció. Mientras seguimos pensando que son simples locos, otros señores Kahn están rumiando su locura.