link Jorge Alberto Iragui: marzo 2006

sábado, marzo 11, 2006

De creaciones, repeticiones y aggiornamientos

Jorge Luis Borges escribió en el prólogo de su maravilloso libro de poemas “El otro, el mismo”, la siguiente anécdota: “En su cenáculo de la calle Victoria, el escritor –llamémoslo así- Alberto Hidalgo señaló mi costumbre de escribir la misma página dos veces, con variaciones mínimas. Lamento haberle contestado que él era no menos binario, salvo que en su caso particular la versión primera era de otro”. Dicho con la irónica pluma borgiana, la anécdota nos señala un hecho evidente: la repetición de sí mismo puede constituir un caso de aburrimiento; la de otro, un engaño reñido con la creación.
En estos días nos hemos enterado de que Jorge Bucay, el afamado escritor de libros denominados de “autoayuda”, reconoció públicamente haber copiado, en forma casi textual, pasajes del libro “la sabiduría recobrada”, obra publicada en 2002 por la Doctora en Filosofía de la Universidad Complutense de Madrid, Mónica Cavallé. Mas allá de la conmoción editorial y de la sorpresa que trastornó a los fatigados lectores de Bucay, me parecen pertinentes algunas consideraciones. Debo decir que el episodio nos confirma que Bucay no sólo escribe sobre autoayuda sino que predica con el ejemplo: está definitivamente dispuesto a ayudarse a sí mismo, sin importarle que para lograrlo deba tomar prestada lo que llamaríamos una “colaboración externa no declarada”. Ironías aparte, lo más llamativo han sido las primeras declaraciones públicas del escritor luego de descubiertas esas “ocasionales repeticiones de versiones ajenas”. En una entrevista al diario español El País dijo "soy un docente repetidor de cosas. Yo aggiorno y modifico. No soy el gran pensador o sabio que se quiere hacer de mí". Pues bien, hemos dado con el centro del problema: fuimos nosotros, ingenuos y fantasiosos lectores, los culpables de esta situación; hemos puesto, contra su voluntad, a un modesto “repetidor” en el sitial de los creadores consagrados, en el tope de los libros más vendidos, en el altar sólo reservado para las mentes destacadas. Ni él ni el sistema de difusión-propaganda-banalización-decadencia-negocio fabuloso tienen nada que ver. Señor lector de Bucay: usted ha hecho de él, el sabio que no es; suya es, entonces, la culpa.
Este formidable mecanismo de expiación que consiste en poner siempre la culpa fuera de mí y autoconsiderarme un “alma bella” siempre sujeta a lo que los otros hacen, ocultando de esta forma una estrategia deliberada y planificada de posicionamiento, debe ilustrarnos acerca de una relación conflictiva y múltiple: la del público con sus artistas y creadores. Escuchamos a diario largas y tediosas disquisiciones acerca de la relación entre lo masivo y lo popular, lo profundo y lo elitista, nos hemos intoxicado con argumentos a favor y en contra de la posibilidad de conciliar calidad y rentabilidad económica en cuestiones del arte y el pensamiento.
Mucho puede decirse al respecto, trataré de sintetizarlo con una clasificación formulada por el admirable genio de Arthur Schopenhauer. Decía él que los escritores pueden ser divididos en tres tipos: las estrellas fugaces, los planetas y las estrellas fijas. Los primeros producen un “estruendo momentáneo, se ven, se exclama “¡mira!” y desaparecen para siempre”, los segundos tienen más consistencia, brillan, pero sólo debido a su proximidad a las estrellas fijas, y aquellos que carecen de pericia pueden llegar a confundirlos con éstas; sólo los últimos se hallan fijos en el firmamento, tienen luz propia y pertenecen al mundo de una vez y para siempre. Sin embargo, dice Schopenhauer, “precisamente por lo elevado de su posición, necesita su luz generalmente muchos años antes de hacerse visible a los habitantes de la tierra”.
Comencé citando a Borges, mencioné el episodio que involucró a Bucay: tiene el lector ante sí dos ejemplos que ilustran esta clasificación. Quizás esto le sirva para que la próxima vez que levante su vista al cielo pueda distinguir entre las estrellas errantes y las que están destinadas a perdurar en el firmamento.

miércoles, marzo 01, 2006

Una historia muy especial

Imagine el lector la siguiente historia: él es un maestro de chicos discapacitados, tiene 30 años, está casado y su esposa está embarazada de cinco meses. Una mañana, como tantas otras, entra y sale de su casa, sencilla pero digna, preparando su auto, también sencillo pero digno, para iniciar una jornada más en su trabajo, un trabajo ejemplar, más que un trabajo un acto de amor. Su esposa, distraída en sus quehaceres domésticos y en sus sueños de futura madre, apenas advierte que su esposo parte sin saludarla. Piensa que su infinita bondad por esos niños a los que educa lo convierte en un hombre muy especial.
Hasta aquí tenemos una historia que Hollywood podría convertir en una comedia de esas que uno ve en su casa una tarde lluviosa de sábado. Sin embargo, nuestra historia tiene un final inesperado: ese hombre, ese maestro, esa fuente de amor, no cargaba material educativo en su auto esa mañana; colocaba, una por una, mochilas con explosivos que pocos minutos después explotarían en las superpobladas líneas de subte londinenses causando uno de los atentados terroristas más brutales que haya sufrido Europa en su historia. Nuestra comedia se convierte ferozmente en tragedia, una tragedia absurda, inexplicable, que no es un hecho fortuito sino un paso más en un plan urdido, planificado y ejecutado con tanta maestría como crueldad. Nosotros, espectadores de la tragedia, absortos frente a los títulos que indican el final de la película, sólo atinamos a expresar dolor y perplejidad con dos simples pero esenciales palabras: ¿por qué?.

Nuestro protagonista no era un hombre desesperado, tenía una familia que amaba y que lo amaba, un trabajo que seguramente lo satisfacía (nadie puede hacer esa tarea contra su voluntad) y, sobre todo, tenía futuro: su hijo nacería en cuatro meses. ¿cómo puede alguien abandonar todo eso para cometer un acto de tal atrocidad?. La atrocidad es doble: por lo que hace y por lo que deja, por las muertes de inocentes y por el abandono de una vida, una familia, un proyecto. Algún desprevenido dirá: ¡qué importa él, en definitiva es un asesino, lo verdaderamente importante son los muertos y heridos que su acto suicida produjo!. Atención: él importa, sin él, sin otros tantos como él, no hubiese habido muertes que llorar. Debido a la existencia de hombres como él el terrorismo internacional es posible. Entonces, preguntarnos por él es entender, si este verbo es posible, la lógica del terrorismo.

La pregunta sigue ahí, incólume: ¿por qué?. Arriesgo una respuesta: por valores. Un ser humano sólo puede abandonar valores tan preciados como el amor por su familia, la expectativa de un hijo por nacer, una tarea social encomiable e, incluso, el valor más estimado de todos, su propia vida, si considera que su acción cumple con valores superiores a todos éstos. Mohamed Kahn, tal el verdadero nombre de nuestro protagonista, estaba convencido, como tantos otros, que los valores de la defensa del Islam atacados por Occidente, encarnado éste en los Estados Unidos y sus aliados, son superiores a su familia, su trabajo, su vida misma. Quizás sea ésta el arma más importante del terrorismo: contar con hombres de valores exacerbados hasta la desmesura, lo que comúnmente llamamos fanáticos.

¿Cuándo la defensa de un valor, actitud noble por definición, se transforma en fanatismo?. El filósofo alemán Imannuel Kant escribió, a fines del siglo XVIII, una de las obras centrales de la ética occidental: la Fundamentación de la Metafísica de las Costumbres. Allí Kant se pregunta (nos pregunta) cómo saber si nuestras acciones son o no éticas, cómo saber si obramos bien o mal. Y responde con una fórmula que se conoce como imperativo categórico; dice el filósofo: “Obra sólo según una máxima tal que puedas querer al mismo tiempo que se torne ley universal”. Nos dice Kant que para distinguir entre una acción buena y una mala debemos observar qué sucedería si el principio subjetivo que rige mi acción individual se convirtiera en una ley para todos los hombres. Por ejemplo, es evidente que yo no puedo desear que la mentira se convierta en ley universal pues me vería perjudicado por las mentiras de mis prójimos, por lo tanto, cada vez que miento cometo un acto inmoral. De la misma forma, si Mohamed Kahn hubiese pensado en términos kantianos, se hubiese preguntado: ¿puedo desear que el principio que guía mi acción, matar seres humanos inocentes para defender mi pueblo y mi cultura, se universalice?. Claramente no, ya que en esta hipótesis los pueblos islámicos serían atacados por actos suicidas de parte de occidente y, en consecuencia, el principio que pretende defender, la soberanía de su pueblo, se vería seriamente amenazado.
El fanatismo es, entonces, aquella situación en que un hombre o un grupo de hombres cree que sus valores (individuales, sectoriales, religiosos, etc.) son superiores a las leyes universales. Como nada le importa salvo estos valores sectarios, es muy difícil luchar contra él. Este es el centro de la dificultad en la lucha contra el terrorismo. ¿Cómo detener a quien, salvo su valor exacerbado, nada le importa?. El imperativo categórico kantiano es, para los hombres como Mohamed Kahn, una ficción inútil.

Hemos contado una historia y tratamos de explicarla. Sin embargo, ésta no comienza en aquella mañana doméstica en la que el personaje sale de su casa sin saludar a su esposa. El señor Kahn, ese respetable maestro de niños discapacitados, aquél que alguna vez el New York Times entrevistó y llamó “mentor educativo”, tiene una historia. En un momento de esa historia sintió que su pueblo y su cultura estaban en peligro, luego enloqueció y se convirtió en un asesino al servicio de intereses nefastos. Alguna vez tendremos que entender, para comprender no ya la película sino la saga completa, por qué el señor Kahn enloqueció. Mientras seguimos pensando que son simples locos, otros señores Kahn están rumiando su locura.