link Jorge Alberto Iragui: septiembre 2007

jueves, septiembre 06, 2007

Schopenhauer y el Romanticismo

“Todas las pasiones terminan en tragedia, todo lo que es limitado
termina muriendo, toda poesía tiene algo de trágico” (Novalis)


¿Fue Arthur Schopenhauer un romántico?. Por fortuna, no puede esperarse una respuesta categórica y definitiva al interrogante. Sin lugar a dudas, la filosofía schopenhaueriana se desarrolló en el tiempo del romanticismo. Su primer obra, tesis doctoral, “La cuádruple raíz del principio de razón suficiente” es presentada en 1813, su madre Johanna fue la anfitriona de una de las destacadas tertulias en Weimar a comienzos del siglo XIX, sus conversaciones (no siempre felices) con Goethe discurrieron sobre tópicos de la época. Ahora bien, ¿Qué sucede con su filosofía?. ¿Cuáles son los puentes sobre los que transitar el camino de Schopenhauer a la conceptualización romántica?
De todos los modos posibles para recorrer esta relación, prefiero hacerlo desde un concepto que, según creo, los hermana y los distancia a la vez: la interioridad.
El refugio en el mundo interior, el rechazo y el distanciamiento de la realidad objetiva, con su inseparable carga de pesares y dolores, constituye el punto de partida para el sentir romántico. Schopenhauer participa de esta experiencia. “Es una gran locura perder en el interior para ganar en el exterior” dice en los fragmentos dedicados a la moral de “Parerga y paralipómena”; el mundo de la objetividad externa es el lugar en el que se hace efectiva la profunda contradicción que aqueja esencialmente a la naturaleza humana.
La escisión entre lo subjetivo y lo objetivo propia de los románticos, la desgarradura metafísica frente al desencanto de una racionalidad infecunda, se expresa en Schopenhauer como el reconocimiento de que el en sí del mundo está mucho más cerca de lo que imaginamos: frente a la pretensión kantiana de un en sí racional puro, y ante la desmedida fantasía hegeliana de la identificación plena entre lo racional y lo real, el sujeto schopenhaueriano es el lugar en el que se nos hace patente la supremacía de un principio soberano: la Voluntad. “Si miramos dentro de nosotros mismos, nos vemos siempre queriendo” dice en su tesis doctoral. La autoconciencia para Schopenhauer es conocimiento de nosotros mismos en tanto sujetos volentes, no cognoscentes. Cuando el hombre indaga dentro de sí, encuentra un camino que lo conduce hacia la esencia de sí y del mundo. Esta esencia es, quizás por vez primera, una fuerza a-racional, siempre en movimiento, que al objetivarse produce el mundo.
Entonces, para el hombre de Danzig la verdad habita en nosotros y no es la Razón Universal, sino el querer permanente e infinito, una nueva infinitud se despliega como la esencia de todo lo que es. El ideal romántico de la crítica al racionalismo dogmático encuentra aquí un espacio propicio.
La subjetividad romántica vive, como sabemos, en oposición a un logos totalizante y exterminador de las particularidades. Para Schopenhauer la voluntad no elimina al entendimiento, sino que lo pone en un nuevo lugar: el del esclavo. El entendimiento nos permite conocer la causalidad, principio rector del mundo visto como representación; por contraposición, el querer es la manifestación primera y esencial del hombre y quien define y conduce. Si para la tradición filosófica queremos aquello que conocemos, a partir de ahora conocemos aquello que queremos: el deseo nos conduce hacia los objetos; el entendimiento, luego, los explica.
Hegel, en los primeros párrafos de la Fenomenología del Espíritu, critica a Kant por su “temor a la verdad”, el salto absoluto que Kant no se atreve a dar y que el propio Hegel lleva adelante en el decurso de la “experiencia de la conciencia” tiene como punto en común el lugar hacia el cual el salto se piensa: la razón absoluta. La cosa en sí, sin embargo, cambia radicalmente en la obra de Schopenhauer: no es la Idea ni el entendimiento, sino el querer, la Voluntad. La relación entre Entendimiento y Voluntad es la del siervo y su amo: el querer actúa incesantemente en el alma humana y la gobierna según su antojo mientras el intelecto trabaja en la comprensión de la causalidad que rige en el plano visible del mundo.
Además, cabe decir que esa relación no es ni puede ser la de una sumisión conciente y alegre, pues el gobierno de la Voluntad pone al hombre en un movimiento eterno y, de antemano, condenado al fracaso. “La voluntad (...) carece por completo de un objetivo y un fin último, dado que anhela siempre, porque el anhelo es su única esencia” dice Schopenhauer en “El mundo como voluntad y representación”. Si esto es así, la pretensión de la síntesis, del acabamiento o la realización quedan, por principio, destituidas. Este perpetuo aspirar puede tener dos resultados: si un obstáculo se interpone sobreviene el sufrimiento, si, en cambio, el objetivo se alcanza, estamos frente a la satisfacción. Pero “ninguna satisfacción es duradera” pues la Voluntad nunca cesa: todo gozo es, a la vez, el punto de partida de una nueva insatisfacción. “Al no darse ningún objetivo final de la tendencia, no hay tampoco medida ni término del sufrimiento” concluye el filósofo.
El remanso en el alma no es una posibilidad cierta. El hombre vive como presa de la voluntad en permanente agitación y cuando logra detenerla, el tedio se apodera de él. El refugio en el yo no es aquí, de verdad, un refugio, sino el pendular entre una turbulencia pulsional y un quietismo vacuo.
Ahora bien, esta subjetividad es, también, insignificante vista desde la totalidad de lo que es. Frente a la exaltación romántica del yo, Schopenhauer postula, en contra del espíritu moderno y su reivindicación de la subjetividad, un yo sumergido en la provisoriedad de la vida y como el eslabón más alto de la escala de los seres pero, precisamente por eso, el más infeliz. Disponer de inteligencia y razón lo hace al hombre un ser desgraciado, pues sabe acerca de la condición trágica de la existencia.

Todo esto parece una condena eterna e incurable. Sin embargo, el discurrir del sistema schopenhaueriano nos conduce a una cuestión cara al espíritu romántico: la salida por el arte. La esclavitud a la que está sometido el intelecto, lo es sólo en el ámbito de los objetos de la experiencia, en términos de Schopenhauer “la representación sometida al principio de razón”. Sin embargo, el intelecto tiene la posibilidad de desprenderse de la objetivación del espacio, el tiempo y la causalidad, para transformarse en un sujeto puro que conoce la Idea. El arte es un conocimiento liberado del encadenamiento del mundo de la experiencia. Dice Schopenhauer que el artista es quien conoce la cosa en sí, ya no el objeto fenoménico, el cual existe sólo en relación a los otros objetos: un intelecto superior alcanza la independencia de la voluntad y le permite desprenderse de las condiciones de menesterosidad y carencia a la que el hombre corriente se encuentra subordinado.
Esta superación de lo particular se da no sólo del lado del objeto, sino también, y es lo que aquí más nos importa, para el sujeto. El sujeto deja de ser individuo, abandona sus particularidades, deja de moverse según motivos, deseos e intereses para acceder a una condición contemplativa pura: el ideal aristotélico reaparece. La pareja sujeto-objeto que, en el mundo de la experiencia sensible estaba sometido al entendimiento relacional, se transforma en objeto y sujeto puro. En palabras de Schopenhauer: “la cosa individual se convierte de golpe en idea de su especie y el individuo que intuye se vuelve puro sujeto del conocer”. El sujeto ha dejado atrás al individuo y, con él, al conjunto de relaciones que lo atan al mundo sensible. Como ese mundo de relaciones es objetivación de la voluntad, el hombre corriente que lo habita, según vimos, vive en un desequilibrio que lo lleva del dolor al tedio y viceversa; entonces, la liberación del mundo de los fenómenos, aunque sólo sea temporaria, es una manera de acceder a cierto grado de felicidad; la plenitud del hombre no se alcanza por la ciencia sino por el arte. Es el genio quien, a diferencia del hombre común, logra romper, temporalmente, el velo de Maya que ingenuamente consideramos cierto pero que, como ya Platón advirtió, está poblado de cosas que “son y no son”.
Esta pérdida de la individuación dada en sujeto y objeto lleva a un estado de fusión con el “en sí”, una suerte de éxtasis en la que se percibe la influencia oriental sobre el pensamiento schopenhaueriano, bajo la idea de que cada ser es todos los seres y todo es una sola cosa, la voluntad.
De este ascenso del sujeto y del objeto por sobre lo condicionado (fenoménico), nos interesa en particular en relación a nuestro análisis sobre la interioridad una cuestión que, según creemos, articula y compendia la teoría estética schopenhaueriana en su faz subjetiva: su teoría sobre lo sublime (erhaben). Lo sublime es una “disposición de ánimo” que lleva al sujeto más allá de la representación. Este ir más allá no responde sólo a la belleza de las cosas, es más, si los objetos se nos presentan como bellos en sí, lo sublime no aparece. Sublimar consiste en captar las ideas aún cuando la voluntad objetivada nos arrastre en sentido contrario. Lo bello en las cosas nos lleva naturalmente a la contemplación estética, aquí Schopenhauer pone el ejemplo del reino vegetal, que con su belleza natural nos pone en un estado de contemplación de la ideas, es como si las ideas estéticas estuviesen a la vista, deseosas de ser mostradas por los objetos sensibles. En cambio lo sublime se logra a través de una “consciente y violenta emancipación de las relaciones del mismo objeto conocidas como adversas a la voluntad”. En esos casos en que la naturaleza exterior nos agobia, nos empequeñece, nos atemoriza, si el sujeto logra mediante un esfuerzo intelectivo liberarse del imperio adverso de la voluntad, se llega al estado de sublimación (Erhebung). Dos ejemplos presentados por Schopenhauer (de naturaleza muy diferente, por cierto) nos muestran el recorrido hacia la sublimación estética.
Imaginemos un paraje solitario, un amplio horizonte que termina en un cielo completamente despejado, no hay hombres ni animales, las plantas están inmóviles, el aire no las mece. Puestos allí, nuestra actitud frente a ese espectáculo de detención puede seguir uno de dos caminos: en un caso, quizás el más frecuente, si el individuo persiste en su servidumbre a la voluntad y teniendo en cuenta que el mundo próximo no le ofrece nada para que esa voluntad satisfaga su anhelar constante “pagará con humillante denigración el precio del vacío de la voluntad desocupada y el tormento del tedio”, si en cambio, se dispone a la contemplación despojada de todo querer, sobreviene lo sublime. Esta es una prueba de cuánto está dispuesto el hombre a tolerar la soledad. Es éste un tema recurrente en nuestro autor; solo a modo de ejemplo, remito a los fragmentos de “Parerga...”: “el hombre más feliz será el que esté mejor dotado intelectualmente por la naturaleza, de tal manera, que tanta más importancia tiene lo que existe en nosotros cuanta menos tiene lo que existe fuera de nosotros”. El único mundo verdadero es el de la interioridad y allí, un buen intelecto nos asegura la independencia de la voluntad, fuente de desdichas. Un paraje como el descripto, en el que hay nada, nos permite volvernos hacia lo real, esto es, el mundo espiritual.
Vuelta al principio. ¿Cuánto hay de romanticismo en Schopenhauer?. El repliegue hacia el interior está acompañado aquí de una aceptación inexorable de la tragedia de la voluntad y la necesidad de desarrollar una vida intelectual que saque al hombre de su condición corriente para depositarlo en las puertas del éxtasis. Esta misma liberación se manifiesta en el terreno de la ética. La vida es fuente de desdichas y placeres, de lo primero esencialmente y de lo segundo por accidente, como consecuencia de la tiranía de la voluntad. Por ende, Schopenhauer postula que aquél que pueda ver esto en su mayor profundidad entenderá que la objetivación es una ilusión a la que la voluntad nos somete. La distinción entre el yo y el prójimo es irrelevante, de tal manera que todo lo que forme parte de ese mundo de relación también lo es. Sólo le queda al hombre como camino virtuoso la negación de la voluntad de vivir con su consecuente liberación de los males infligidos por la voluntad a través de sus distintos niveles de objetivación fenoménica.
Queda en pie la pregunta inicial acerca de la posibilidad de incluir a nuestro filósofo en la tradición romántica. Debe advertirse como hecho filosófico fundamental aquello que podemos denominar “inversión ontológica”: la supremacía de los componentes volitivos por sobre los intelectivos en el sistema metafísico. Ahora bien, también hay que señalar que se hace imperioso buscar una salida a este sistema que es, en realidad, una trampa y una condena. Un intelecto sólido y trans-científico, un intelecto “ético-estético” constituye el inicio del camino.